Luego de una inflación de 445% en 1984, el gobierno del primer ministro Shimon Perez lanzó un ambicioso y últimamente exitoso programa de estabilización en Israel en julio de 1985. El programa combinó elementos ortodoxos y heterodoxos. Entre los primeros se destaca el fuerte ajuste fiscal, implementado con una reducción de gastos y una suba de impuestos, pasando de un déficit de casi 12% del PBI en 1984 a un superávit de 1,7% en 1985. Tras una devaluación inicial de 20%, el programa descansó en el uso del tipo de cambio como ancla nominal. Cuando comenzó el programa, el 90% de los ítems de la canasta de consumo estaba sujeto a controles, mientras que para el final de 1987 solo el 20% o 25% estaba bajo control gubernamental, típicamente los precios de servicios públicos. Es decir, el plan incluyó una fuerte desregulación de la economía. Entre los elementos heterodoxos, introducidos para bajar el costo del ajuste en términos de actividad, se cuentan importantes acuerdos salariales con los gremios, en el marco de un gobierno de coalición multipartidaria de unidad.
La baja de la inflación fue muy rápida. En 1986 ya estaba cerca de 20% anual. Como es típico en los programas de estabilización basados en el tipo de cambio, la moneda local se apreció contra el dólar en términos reales. Esto dio lugar a sucesivos ajustes en la política cambiaria, sin abandonar por varios años el uso del tipo de cambio como ancla. En agosto de 1986 el tipo de cambio pasó a estar fijado en términos de las cinco monedas de los países con los que mas comerciaba Israel, lo que implicó de facto una depreciación contra el dólar. En enero de 1987 el Nuevo Shekel, introducido en enero de 1986, se depreció un 10% contra esa canasta de monedas, seguido de devaluaciones en diciembre de 1988 y a inicios de 1989, en este caso como transición a un sistema de bandas cambiarias, en el cual el Nuevo Shekel flotaba entre cierto rango.
Entre inicios de 1989 y fines de 1992 el banco central de Israel implementó seis diferentes bandas cambiarias, con devaluaciones en cada transición. La última, introducida en enero de 1992, contenía una tasa de devaluación del centro de la banda del 9% anual (en lugar de un centro de la banda fijo, como en los cinco intentos anteriores). Dicha tasa de depreciación luego se usó para señalar al mercado la inflación buscada por el banco central, en la transición a un sistema de metas de inflación. En medio de estos reajustes cambiarios, destinados a que la economía no pierda competitividad, la inflación anual se mantuvo entre 16% y 20%, aproximadamente. Fue recién en 1992 cuando la inflación perforó el 10%.
El exitoso experimento israelí tiene un montón de lecciones para la Argentina. La primera es que mantener la disciplina fiscal es indispensable. A diferencia de los experimentos contemporáneos de estabilización en la Argentina y Brasil, la disciplina fiscal se mantuvo en Israel por varios años. El programa incluyó una importante desregulación de la economía. En ambos aspectos el gobierno de Javier Milei está muy bien encaminado.
El programa israelí contó con un fuerte apoyo internacional, con una subvención de US$1500 millones del gobierno de Estados Unidos, repartida entre 1985 y 1986. El apoyo fue condicional a la implementación de un programa serio. Teléfono para el Gobierno, que parece haber puesto en el freezer la negociación con el FMI. La última lección del programa israelí es quizás la más importante: es imposible terminar con una elevada inflación y un gran desequilibrio de precios y fiscal en un solo intento. En el caso israelí requirió mucho pragmatismo, con varios ajustes del ancla cambiario durante el proceso.
El Gobierno, en forma poco realista se ata cada vez más al mástil del actual esquema monetario y cambiario. En sucesivas presentaciones recientes, el Presidente, el ministro de Economía, Luis Caputo, y el presidente del Banco Central, Santiago Bausili, redoblaron la apuesta por el esquema que combina el cepo cambiario con una devaluación del peso del 2% mensual.
Es más, Milei recientemente corrió el arco de los requisitos para levantar el cepo. Hasta hace poco incluían la eliminación de los pasivos remunerados del BCRA y la solución al “problema de los puts”, la opción de venta de bonos del Gobierno que el BCRA ofreció a los bancos. Ambas métricas están a punto de cumplirse. El BCRA está pronto a transferir sus pasivos remunerados, los pases pasivos, al Gobierno, que emitirá unas “Letras Fiscales de Liquidez” (LeFi). El Gobierno dice que estaría cercano a solucionar el tema de los puts. Pero el Presidente agregó la semana anterior una tercera condición para salir al cepo: que la inflación converja a la tasa de depreciación del peso, “en torno al cero mensual.”
Este apego al esquema actual tiene varios inconvenientes. El primero es que, si bien la inflación está cayendo, es difícil verla convergiendo a 2%, y más aún a 0%, muy pronto. La inflación núcleo siguió desacelerándose en junio, mes en el cual la aceleración de la inflación total con respecto a mayo se debió a la suba de tarifas. Sin embargo, las mediciones de alta frecuencia dan una leve aceleración de la inflación de alimentos a partir de la última semana de junio, lo cual hará difícil que la inflación baje demasiado en julio, a pesar de que los aumentos de precios regulados tendrán muy poca incidencia en la inflación general. Y quedan por implementar fuertes ajustes de tarifas, para reducir el impacto en el déficit fiscal.
El segundo inconveniente es que, piensen lo que piensen el Presidente y el equipo económico, el mercado parece ver al tipo de cambio oficial atrasado. Desde los anuncios de Caputo y Bausili del viernes 28 de junio, el blue se depreció de 1355 a 1500 pesos por dólar. Los bonos y las acciones locales cayeron. El mercado está preocupado por la situación de las reservas internacionales. En junio, el Central vendió US$47 millones. En lo que va de julio, compró solo US$151 millones, pero las reservas cayeron en casi US$800 millones, por pagos de deuda.
La preocupación surge porque el BCRA pierde reservas y en enero, en solo seis meses, hay vencimientos de deuda en dólares por casi US$5000 millones, de los cuales US$4460 corresponden a bonos emitidos en la última reestructuración. El total de los vencimientos de la deuda en dólares en los próximos 12 meses asciende a US$20.800 millones; US$8900 millones son bonos de la reestructuración.
Con un riesgo país en 1481 puntos, el Gobierno no tiene acceso al mercado voluntario de deuda, y la pregunta es qué pasará con los vencimientos. Es decir, el mercado espera medidas que permitan acelerar la acumulación de reservas, vía una devaluación y/o un acuerdo con el FMI que incluya fondos frescos.
Aquí nos topamos con otra visión poco realista de la realidad argentina, la del FMI. Este organismo insiste en un esquema de flotación cambiaria, aunque admite que tiene que ser parecido a los de Perú o Uruguay, es decir, una flotación limitada por intervenciones del banco central. Esta visión es poco realista, porque deja de lado el importante rol que tiene el tipo de cambio en las estabilizaciones, como muestra el caso de Israel, y más aún en una economía tan dolarizada como la argentina. Este error del FMI ya le llevó a Mauricio Macri a perder la elección de 2019.
En estos contornos se desenvolverá la economía en las próximas semanas. Con un gobierno apostando a que el programa funcione, porque, como dijo Caputo en la entrevista del jueves pasado con Eduardo Feinmann, el tipo de cambio “inevitablemente se va a apreciar”. Hay un sector real –incluyendo al campo– y uno financiero que parecen pensar que con el actual nivel de impuestos y regulaciones el tipo de cambio está atrasado, y un FMI que está tranquilo esperando a que la Argentina le haga propuestas antes de un nuevo desembolso.
Quien diga que el diagnóstico es fácil, miente. Venimos de una crisis sin precedentes, con una deuda muy elevada y con una tremenda falta de credibilidad. Tras dos décadas de populismo kirchnerista es difícil que un programa económico recupere la credibilidad rápidamente. No es tanto el daño que hicieron, que es un montón, sino el que pueden volver a hacer.
Contrastemos la oposición al Gobierno con la actual oposición al gobierno de centro-derecha del otro país que recibió un gigantesco préstamo del FMI: Grecia. Del lado criollo, quienes se están destacando en el peronismo son Axel Kiciloff y Guillermo Moreno, con visiones antediluvianas de la economía. Si vuelven al gobierno subirán impuestos, llenarán de ñoquis el Estado, estatizarán empresas, aumentarán el déficit fiscal, financiándolo con emisión y, para disimular sus efectos, volverán a imponer el cepo y a controlar precios, entre otras tropelías. Del lado griego, Stefanos Kasselakis, líder de Syriza, es un ex trader de Goldman Sachs, dispuesto a expandir el rol del sector publico en la economía, pero manteniendo una economía de mercado inmersa en la Unión Europea.
Es decir, la tarea en la Argentina es muy difícil. Lo poco que sabemos, por la historia de nuestro país y de los intentos de estabilización exitosos es que una combinación de férreo apego al ajuste fiscal y a la desregulación de la economía, en conjunto con pragmatismo para ajustar los elementos tácticos en materia monetaria y cambiaria, disminuyen la probabilidad de un nuevo fracaso.